19 de junio de 2009

Carta 3



No puedo decir que me hayan alegrado tus ausentes palabras. Me he despedido, pero las extraño a pesar de mi decisión de despedirme. Ya sabes por qué lo hice, no vamos a retomar eso, en especial porque hay una parte que solo sabes tú. Pero hay cosas que sabemos ambos: Por ejemplo, que me has hecho daño con tus actos. A lo mejor yo también te he hecho daño, pero no ha sido mi intención, y al saberlo he querido enmendarlo y no repetirlo. Y tú lo sabes. Sabes que he hecho tantas cosas por tí, sabes que me esmeré tanto en hacerte feliz, y no has encontrado bondad, nobleza, generosidad, honestidad ni nada similar en ninguno de mis actos. En NINGUNO. O al menos yo merecería una explicación o una disculpa si fueras una persona, en mi concepto, correcta: Una persona que enfrenta las cosas, y es capaz de hacerlo incluso para dar malas noticias, para escaparse, para volver.

No te niego que me haya dolido, pero, ¿qué más puedo hacer? No te puedo retener, eso está claro. Tampoco fui capaz de despedirme como hubiera querido, y entonces, cualquier otra cosa que quede depende de tí, de tus reacciones. Para pelear se necesitan dos, eso es claro, pero para reconciliarse también, a menos, claro, que el tiempo lleve las cosas al punto en el que se pierda el interés. No te importa, yo lo sé, créeme, no me lo tienes que decir. Por eso haces lo que haces.

A lo mejor todo esto es porque no me lo esperaba de tí, durará mientras me acostumbro, en vista de que no quieres hacer nada al respecto. Disculpa por el tiempo que te hice perder, espero que se compense con el mío.



Por lo visto nunca más tuya,

Epicurea.