21 de febrero de 2013

Cuento 14 - CORPAS – CENTRO – 7 DE AGOSTO




Siguiendo los caminos de Federico, fui a parar a una ruta de bus llamada Corpas- Centro- 7 de Agosto, hacia el barrio Palermo. La noche ya había hecho de la fría capital un lugar aún más frío, y de mi paranoia un estimulante perturbadoramente fuerte para todos mis sentidos, al punto de ver, a lo mejor, espejismos del peligro. Pasadas unas cinco cuadras, y sólo por recordar el motivo por el que estaba ahí, me dejé llevar por el siempre pintoresco pero lúgubre entorno, decorado modestamente por mi rubor y la compañía del buen Federico, quien me ofreció un café con pan en su casa mientras pasaba el tiempo para que mi siguiente plan de la noche ocurriera, una cerveza con un amigo suyo, al cual hubiera renunciado gustosa si no fuera porque nos enseñan que hacernos rogar y mostrar que tenemos mil amigos y mil planes es lo que funciona para lograr el objetivo. En realidad yo no quería hacerme rogar, no sólo para simplificar ese tipo de relaciones humanas, sino porque me gustaba estar con él. Así de simple.


El viaje transcurrió normalmente en medio de los huecos, las oscuridades y los pasajeros que parecían aparecer de la nada y resultaban colgados del desvencijado bus color gris con amarillo. Yo seguía charlando agradablemente, en medio de las aclaraciones de Federico de que “Si el café lo hizo Esteban, va a saber a un lavado de nalga, te lo advierto” y del escándalo del calibrador de ruta que con su cabello negro ondulado cortado por capas hasta la espalda y su camiseta esqueleto de las tortugas ninja parecía sacado del túnel del tiempo. Todo fluía con aparente normalidad, llegué a sentirme tan cómoda que estaba dispuesta a rozar mi mano con la suya, o cualquier cosa similar, y hacerlo parecer un accidente. Reíamos con la canción de La Chica Gomela, y trajimos a colación anécdotas según las cuales pudimos concluir que nuestra generación había aprendido a bailar con Rikarena en las fiestas de quince.


La calma no iba a ser eterna. En medio de la oscuridad sentí una presencia humana saltar intempestivamente la registradora del bus y terminar en el corredor. Era sólo cuestión de ver pasar mi vida, mis errores y los recuerdos de familia mal mezclados con los noticieros amarillistas de atracos, desapariciones y homicidios que había visto desde que tenía memoria. No fue más que un vendedor de chocolatinas turcas que explicaba que ese es su medio de trabajo, que no quiso interrumpir y reprochaba en su poco espontáneo discurso a quienes no le devolvieron el saludo. Federico moría de la risa de mi cara de susto y me contaba que en Transmilenio también había colados y hasta más temerarios, como si no lo supiera yo, y me daba un par de palmaditas en el hombro como para decorar la carcajada que le causó mi estado de shock.


Volví a relajarme, esta vez ambientada por la mezcla musical entre los que tocaban saxofón en la calle para acompañarnos en el trancón, con la Sopa de Caracol y sus secuaces que sonaban en la radio. Con Federico empezábamos a recordar los tiempos del colegio, cuando nos conocimos, y los fiascos de novios que nos levantamos cada uno por su lado. Mientras él se quejaba de que Luisa por alguna treta del destino se puso linda unos meses después de terminar con él y yo lo consolaba con el hecho de que Pablo jamás se compuso, nuestra calma fue interrumpida de nuevo, de una manera un poco menos fulminante, pero un poco más insólita: una mujer paró el bus como cualquier pasajera, pero brincó la registradora con artimañas bastante elaboradas, no sin antes tirar al corredor su bastón. Era invidente. Nos explicaba que la música debe ser hermosa y que es necesario ser cuidadosos con la que ponemos en la casa porque los niños la escuchan (¿A estas alturas? ¿Después de “El Sayayín”, “Felina” y todas las demás?). A modo de solución, nos ofrecía los CDs de música cristiana que vendía, mostrándonos en su reproductor portátil que tenía desde balada hasta vallenato y reggaetón.


Con Federico nos lanzamos una mirada cómplice del plan de pasarnos un par de cuadras sólo para saber cómo se escuchaba eso, pero finalmente desistimos casi al mismo tiempo por la hora y el lugar. Nos bajamos del bus en una panadería cercana a su casa y compramos dos hojaldrados pequeños para cada uno. Caminamos con algo de prisa hasta el edificio, pues ya no nos acompañaba el calor humano del bus, ni iba a ser yo tan ilusa de pensar que me iba abrazar, como efectivamente no pasó esa noche, ni ha pasado hasta hoy.


Al llegar, abrió la puerta y puso a calentar el café. Yo saqué el pan de las bolsas y lo dejé listo en el comedor, me senté en la sala y él salió a jugar con el perro. Se lamentaba de que los de raza beagle tienen fama de ser inteligentes, “Y mira el que me tocó a mí”. Yo me reía, agregando que además el pobre Baltazar es obeso y nunca ha perdido la costumbre de destenderle la cama. Me miró entre la risa y el reproche, y se levantó a servir el café. Sus predicciones sobre su mal sabor resultaron ciertas, pero no era culpa esta vez de Esteban, sino de la charla.

- Bueno mijita, necesito que me ayudes con Cata, le quiero hacer la emboscada esta semana.
- ¿Cata? ¿Esa loba gasolinera? – Le dije disimulando mi descontento con el gesto posterior al sorbo de tinto.
- Sí – me dijo escondiéndose tímidamente detrás del pan que ya llevaba medio mordido – La misma… No, pero no es tan grave y yo creo que le puedo ayudar con un par de ítems… No seas así. Ayúdame que yo te ayudaré – me dijo sellando la frase con una sonrisa burlona.
- Si te ayudo a enredarte con esa gata, no me lo vas a perdonar nunca. Además claramente el idiota de tu amigo es feliz con la pantera de novia que tiene, no creo que puedas hacer nada por mí...
- Deberías tenerle más paciencia al amor, igual para verte con él vas ahorita, así que ese cuento no me lo como. Además – alegaba mientras recogía la loza – a ti nunca te gusta ninguna vieja para mí desde que nos conocemos. Todas son gatas, o insípidas, o gomelitas insoportables ¿O es que te gusto? ¿Ah?


Y se reía mientras se alejaba de la mesa y yo le pegaba los últimos mordiscos al pan. Me alcancé a levantar para llevar un plato que faltaba, pero al ver la dirección de la charla, resolví devolverme al comedor a suspirar y a recoger las migas antes de que Baltazar se subiera a la mesa a ayudarme.


- Tan grande y tan bobo… Más bien ponte un saco y llévame a transmi que no le quiero quedar mal a ese idiota.