10 de abril de 2012

Fragmento 17 - [de la semana santa]


[...] Entre mis caminatas errantes me tropecé con una procesión, y, entre los cuestionamientos acerca de la fe actual y de su razón de ser, me dejé llevar hasta una pequeña iglesia en mi barrio. Estábamos en semana santa y yo no me había querido enterar de eso, ni de ningún otro reflejo de aquella realidad que sentía tan ingrata hacía años.
Empezó la misa y me arropé con una bendición, vigilada por ángeles, vírgenes, santos y mandamientos. No sabía las respuestas a las oraciones que todos coreaban mecánicamente, y los pellizcos de mi madre a ese respecto en mi infancia habían dejado de preocuparme hacía mucho tiempo. Tiempo ese y todos los tiempos de los que había perdido ya la noción, tiempo que había dejado de preocuparme por su mal hábito de agotarse, sino que resolvió provocarme física angustia por el hecho de que no pasaba cuando tenía que pasar, dejándome las heridas y los insomnios enteros. Tiempo que me descubrió esa tarde conversando con un Dios con el que nos veníamos traicionando mutuamente entre los sacrificios que le ofrecí, la posibilidad de elegir bien que me brindó -y no tomé-, los pecados capitales que cometí y la soledad que me dejó. Mientras la eucaristía se seguía celebrando, yo le explicaba entre susurros las causas de mi ira y el arrepentimiento que sentía por haberme dejado llevar por ella, sin ser ello exactamente arrepentimiento por haber cometido pecado. Le conté cómo me sentía de extraña al haberme apegado a alguien cuando esa clase no me la dieron en mi crianza, ni mucho menos cómo dejarlo ir cuando el apego se volviese dañino.
Le enumeré mis esfuerzos para aprovechar ese sentimiento egoísta y exquisito para hacer de mí una mejor persona, no sólo porque me causaba euforia hacer feliz a ese hombre sin importarme lo que me costara, sino que en realidad nunca había tenido un estímulo auténtico para buscar ese cambio en mis defectos. En ese sentido fui enfática en que mi hastío fue por no ver resultados como siempre que me esforzaba, que no fue jamás mi intención abdicar ni herir, que lo intenté hasta que la fatiga de mi alma me lo terminó impidiendo, hasta que fui de nuevo demasiado humana y exploté. Las lágrimas empezaron a correr como ríos por mis mejillas, y le empecé a narrar lo mal que la había pasado, cómo habían pasado meses sin que el frío abandonara mi cuerpo y la luz quisiera volver a habitar mis ojos, cómo sus caricias y besos se quedaron quemándome la piel en su ausencia, cómo toda esa adoración se quedó envenenando mis entrañas mientras yo nadé con dificultad hasta que aprendí a flotar entre mis sueños desteñidos y mis lujurias grises y apagadas.
Me interrumpieron los abrazos y apretones de mano del saludo de la paz, y Dios no me respondía, pero tampoco me reprochaba. Me sentía incómoda en medio de la calma que me rodeaba, impura, envidiosa de quienes allí se encontraban llenos de fe y esperanza mientras yo ni siquiera estaba arrepentida de pecar porque sentía que esa deuda se la había cobrado ya el destino. No me sentía en condiciones de agradecer, pero tampoco de pedirle al Maestro algo que me pareció difícil incluso para él, algo que además a lo mejor yo tampoco merecía.
Las personas que me rodeaban me llevaron entre sus pasos hasta donde tenían toda clase de velas, veladoras y cirios encendidos en el piso, pegados entre sí por sus propias ceras derretidas, fundiendo gratitudes y peticiones entre pequeñas lucecitas que ardían con fuerza y parecían imbatibles. El calor de las llamas le brindó una extraña tibieza a mis huesos y permeó hasta mi alma. Me detuve en ese punto unos minutos, arrodillada en el suelo de baldosa para estar más cerca y quemarme respirando ese calmado placer, para luego ponerme el saco de hilo que llevaba en la cartera y retomar mi camino a mi casa.
Mi existencia estaba perceptible y sospechosamente más liviana, llevándome a al conclusión de que en últimas esa era la respuesta que había estado esperando. Aunque mis ojos no brillaban, mostraban algo de interés en el mundo exterior reflejado en las vitrinas cerradas de collares de perlas y anillos de coloridas piedras que estaban en mi trayecto. Una preciosa mariposa monarca se posó en mi hombro y me acompañó unos pocos pasos, hasta que alzó vuelo y se perdió entre los destellos morados y rosados que entretejían aquel atardecer de nubes ligeras.
De cierto modo al final del día tenía lo mismo que todos los demás aunque hubiera querido en el pasado negarlo: ese amor celestial, terco e impetuoso que me perdonó y me permitió perdonar y perdonarme. Ese amor que nunca me había abandonado y que ahora me daba el aliento para buscar de nuevo el punto de partida sin saber si esta vez sí era la última oportunidad. Ese amor que nunca lo abandonó a él y que ahora de alguna forma que en aquel momento desconocía nos iba a refugiar a los dos de nuestros propios demonios.[...]"