16 de septiembre de 2010

Cuento 13



Él había recorrido las calles desde pequeño una y otra vez hasta que fue capaz de conocerlas todas a tacto por sus andenes rotos, por los muros fuera de lugar, por el musgo que suele crecer en algunas esquinas, por el ruido de los niños - presente o ausente, según la hora- cuando había colegios cerca. Reconocía también los aromas a hierbas, a pan recién hecho, a cuero o a flores, y con esto podía ir de un lado a otro sin necesidad de uno de sus cinco sentidos. Y así, a punta de memoria iba a la pastelería y sabía dónde estaban los panes más frescos, se sentaba en la banca del parque a tomar el sol al lado de los rosales y podía escoger por su piel los mejores limones en la esquina de su cuadra para exprimirlos en el pescado que algunas veces se preparaba de almuerzo.

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Aunque era consciente de su limitación y de que el mundo no estaba diseñado siquiera para tratar con dignidad a los miopes, se sentía relativamente libre e independiente gracias a las aptitudes desarrolladas por entrenar así sus recuerdos.

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Una mañana de fin de semana percibió que una construcción a unas cuadras de su casa había dejado de hacer ruido y dejar empolvados los andenes, las avenidas y el viento entero, y se acercó a conocerla. Se encontró una puerta de vidrio cerrada y la recorrió con los dedos hasta que encontró un anuncio repujado del horario del lugar. Abriría en unas horas. Era un museo de arte.

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Mientras exploraba la nueva cuadra descubrió unos pequeños prados impregnados por un olor a tierra húmeda recién sembrada. Con pasos más lentos buscó en su memoria la última vez que había entrado en un museo. Lo recordó como un lugar de espacios amplios, lleno de vitrinas de vidrio intocables cuyo contenido era descrito por un guía. Como era natural, cuando había ido la primera vez no tenía idea de lo que había allí, pues nunca había tocado ni mucho menos usado, por ejemplo, una espada, de tal manera que ese día vivió una mezcla de las memorias que tenía del tacto, el peso y el olor de algunos materiales con la imaginación que le había permitido describir el mundo que lo rodeaba. Pero nunca había entrado a un museo de arte.

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Se tomó un café con algo de ansiedad para terminar de matar el tiempo mientras abrían el museo, pero ¿qué era arte? Para él, arte era la forma de expresarse de los humanos, y lo definió así para no limitarlo, pues tenía entendido que era de las cosas más maravillosas creadas por el hombre, entonces para él todo lo hermoso que fuera creación humana era arte, aunque su fabricación o hechura no tuviera esa vocación al principio. Así, para él eran arte el aroma de los pasteles, las imperfecciones de las rejas, el desorden de los ladrillos, las hendiduras en los andenes, el sonido del agua corriendo por la loza que se estaba lavando, entre muchas otras cosas. Todo ello le daba la sensación de que el mundo se había acordado de él y lo puso en su camino para que fuera capaz de percibirlo. Los cuadros jamás le decían nada. Su relieve era inexacto y desistió de tratar de entenderlos.

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Escuchó las campanas de la iglesia y dedujo que ya era hora. Con prisa se levantó, pagó la cuenta con cambio exacto de monedas y se acercó a la puerta del museo, que ya estaba abierta. Esperando una respuesta saludó en tono cordial, y le respondió una voz femenina.

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- Buenas tardes señor, el museo ya está abierto al público pero el día de hoy no hay guías disponibles. Si así lo desea puede entrar a la sala de esculturas que está especialmente diseñada para personas como usted, pues se les permite tocarlas y todos los nombres están repujados.

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Le pidió a la joven que lo acompañara a la sala que le acababa de ofrecer, y cuando llegó se quedó unos instantes parado en la puerta que olía al lacado de la madera que a veces se mezclaba con el aroma que despedía la pintura ya seca. Comenzó su recorrido por la derecha, y lo primero con lo que se encontró su bastón fue con un pedestal de piedra que estaba frío, pero bastante pulido en su fabricación. Encontró tallados los datos de la obra de un autor cuyo nombre era relativamente legible pero impronunciable: "EUFORIA. Materiales: Mármol". Subiendo con las manos encontró algunas grietas y luego unas ondulaciones en una especie de tronco, que luego se convertía en unas ramas lisas al tacto pero en realidad terminaban en curva. Había algunas coronadas con unas esferas de diferentes tamaños. Ciertamente la euforia era una cosa desordenada, pero con frecuencia explotaba para arriba.

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Continuando su camino, se encontró con un labrado en el piso. Parecía una figura humana, de líneas simples. Se agachó a leer el nombre en el piso. "HOMBRE SENTADO. Material: Cedro tallado." Con el tacto lo buscó y caminó en cuclillas recorriendo el marco de la obra. Era relativamente grande, pero no tenía muchos detalles. Cuando empezó a palpar la obra en sí, se dio cuenta de que efectivamente así se debería ver un hombre sentado, y con los ojos cerrados, aunque la cabeza era evidentemente más grande de lo normal. Cosas de artistas.

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Se levantó del suelo y continuó el recorrido hacia la derecha. Por el camino se encontró una escultura de bronce de una mujer gorda recostada en el pedestal, un bodegón de frutas gigantesco de yeso empotrado en la pared, y unos paisajes bastante creativos del mar y las montañas. Se había entusiasmado con el museo.

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Al final del recorrido había un pedestal como muchos otros y tenía el nombre del artista primero. Era, como la mayoría de los demás, absolutamente impronunciable, pero no le importó, y buscó abajo el título. Decía "COLORES. Materiales: Varios" ... ¿Colores?

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- Debe haber ocurrido una equivocación - pensó.

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¿Colores?... ¿Cómo "colores"? Nadie en sus condiciones sabría de colores, e incluso sabía más de espíritus y almas del más allá porque él, igual que el resto del mundo, no los había visto jamás. Pero los colores eran un concepto mucho más etéreo y confuso que cualquier cosa, si ni siquiera entendía bien lo que era la luz, salvo cuando los bombillos le calentaban un poco las manos. ¿Cómo se sentirían los niños con un sentido ausente como él cuando llegaran a esa obra? Frustrados. Igual que él. Y tristes, como él, y como no le ocurría hacía mucho tiempo desde que se resignó al tacto y a la imaginación.

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- Colores.... - se decía en voz baja mientras salía furioso por el mismo corredor por el que entró. Bajó las escaleras con mal gesto y cuando tocó la piedra de la puerta de la entrada sintió que su taquicardia había disminuido y pudo respirar más despacio. En ese instante ocurrió lo mismo que lo había metido en un par de problemas, pero le había ayudado a percibir el mundo diferente e incluso a ganar algo más de independencia: Le asaltó la curiosidad.

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-... ¿colores?- Se preguntaba mientras giraba hacia atrás. Se dejó llevar por pasos lentos hasta el lugar de donde había salido. Caminó hacia la izquierda y cuando encontró el pedestal que creía que era el que buscaba, con sus dedos palpó el nombre de la obra en el pedestal. "COLORES". Efectivamente allí estaba. Era más grande de lo que él pensaba y arriba en el pedestal decía "Azul" y había una pila de agua. Cosa extraña. Había una flecha que señalaba la pared y se encontró con algunas sorpresas. Donde decía "Rojo" eran unos pétalos pegados, y estaba al lado de un signo de adición, seguido de una textura lisa y tibia, como la luz del sol, y decía "amarillo". Siguió las flechas, y había algo que se sentía como la cáscara de las naranjas.

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Dejó el bastón a un lado y abajo encontró "Café" tallado como en la corteza de un árbol sin lijar, que despedía un olor a lo que se bebía al desayuno con el mismo nombre. Empezó a tocar en desorden. "Verde", que estaba arriba y abajo del café se sentía como el pasto del parque que quedaba frente a su casa y olía igual. El negro era frío y algo rugoso, y la verdad se parecía a la llanta de un carro. El Blanco se sentía como sus cobijas. El morado estaba al lado de la adición de azul y de rojo en el suelo, y era como un tapete de caucho, pero despedía un olor a uvas cuando lo movía. El plateado y el dorado estaban en los bordes y eran metálicos, pero el dorado tenía un trabajo más delicado.

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Empezó a tocarlos y a olerlos una y otra vez, en orden y en desorden, con algunos dedos a veces, otras veces con todos. Se olvidó de la poca rabia que le quedaba. Luego, se centró en algunos que desde pequeño lo intrigaban más, y volvía a buscarlos todos de izquierda a derecha o de arriba a abajo, y se olvidó de que jamás los había visto. La euforia, tal como en la primera obra, se regó en desorden por todo su existencia, empapando con su sangre de emoción hasta la última célula de su cuerpo. Los tocó de nuevo con la mano izquierda y luego con la derecha, y se sintió un poco más libre de la sensación de no haberlos visto jamás mientras su corazón bombeaba sangre a toda velocidad a sus extremidades. Sonrió. Los buscó de nuevo a todos, y cuando los encontró, se regresó a casa y se olvidó de su ceguera.