I.
Desde que lo vio, lo cubrió con su mirada, como queriendo conservarlo así en sus pupilas, o al menos en sus pestañas. Recorrió casi sin parpadear desde sus zapatos informales hasta las canas que -pensaba ella- debían ya estar por ahí, escondidas entre los oscuros cabellos desordenados, pasando por sus piernas cuya contextura no era tan evidente debajo de los jeans gruesos, por su torso y por su pecho, que debajo de la camiseta azul oscura permitían inferir que tenía la silueta correcta para regalarle tibieza a su alma con sólo un abrazo. A ratos (a lo mejor en realidad no ocurría tanto porque se acababan de conocer) se asomaban detrás de sus labios unos dientes blancos y hermosos, que combinaban bastante bien con el brillo que ella estaba buscando en su mirada tímida, armada a partir de un par de ojos oscurísimos que miraban sin mirar mientras ella se desesperaba tratando de encontrarlos con los suyos al otro lado de la sala, con todo, absolutamente todo lo que se atravesó por el camino.
Había días en los que en realidad ella no sabía ya con certeza lo que estaba buscando, hasta que esos días se volvieron mayoría, y por democracia de lapsos olvidados, ella lo terminó olvidando un poco.
Con el tiempo, el miedo y el autocontrol se hicieron insuficientes. Luego -no mucho después en realidad- inexistentes, dando así paso a que se encontraran las manos y se quedaran entrelazadas, y finalmente los labios, sin que hasta hoy se sepa con certeza el origen de la iniciativa, se quedaron fundidos.
II.
Después de que él -muy indolentemente, pensaba ella- se excusó y se retiró, ella se quedó en el mismo salón de fiesta buscando su mirada, por si había quedado algún pedacito por ahí que hubiera olvidado. Lo empezó ma buscar luego en las multitudes y en las calles más solitarias, en los trancones de la capital de los semáforos en rojo e incluso en el pasado, a las horas más inverosímiles. Y ni siquiera así la encontraba, ni siquiera en el pasado, pues su traicionera mala memoria le negaba, a lo mejor por el desorden, las pocas imágenes que existían de los instantes en los que las rutas de sus ojos se alcanzaron a cruzar.Había días en los que en realidad ella no sabía ya con certeza lo que estaba buscando, hasta que esos días se volvieron mayoría, y por democracia de lapsos olvidados, ella lo terminó olvidando un poco.
III.
Pasaron así días, semanas y meses, hasta que alguna vez por casualidad y sin buscarlo en absoluto, se volvieron a cruzar las miradas. Esta vez no fue a través de una sala llena de ruido, parpadeos y otros distractores. No, sólo fue un vidrio, y luego de la pequeña colisión en la que se cruzaron los destinos de la luz que pasa al nervio óptico, los caminos volvieron a su rumbo inicial, pero dejándole al menos a ella una sonrisa en el espíritu. La búsqueda entonces se disfrazó de paciencia y se quedó como espera, como un signo de puntuación de una historia inconclusa.
IV.
Bajo circunstancias ajenas a la voluntad e incluso al conocimiento de ambos, el destino comenzó gestiones para que las rutas de las miradas se volvieran a tropezar y no olvidaran lo que escondían los párpados cuando se cerraban para que soñar dejara de ocurrir cuando estaban despiertos, envueltos en sus ocupaciones y cansancios. Alguna noche cuya fecha no se recuerda con exactitud y con algo de estrellas, brisa fría y cebada de por medio, se cruzaron de nuevo y esta vez (afortunadamente) ya con alguna vocación de permanencia. Con el tiempo, el miedo y el autocontrol se hicieron insuficientes. Luego -no mucho después en realidad- inexistentes, dando así paso a que se encontraran las manos y se quedaran entrelazadas, y finalmente los labios, sin que hasta hoy se sepa con certeza el origen de la iniciativa, se quedaron fundidos.