1 de abril de 2013

Cuento 16 - De los sueños...


Anoche hundí la cabeza en la almohada pensando en usted, escuchando el segundero del reloj con el murmullo del solitario viento. Todo era surreal dentro del perfecto silencio de la madrugada vacía en mi horrible ciudad. Anoche  me arropé hasta las orejas y respiraba pensándolo, bebiéndomelo a sorbos, extrañándolo. Ya no hubo frío ni cansancio, ya no hubo sed ni soledad, no hubo ausencia alguna mientras yo navegaba entre sus risas y sus abrazos, entre mil puertos donde no hubo jamás una tormenta o un naufragio, donde todas las brisas besaban las velas y todas las bahías recibían brillantes y soleadas a todas las embarcaciones. 

Yo no necesitaba aire o agua, yo, quien soñaba con ser su musa y la de nuestro paraíso imaginario, no me cansaba. 

En algún punto, dejé de sentir su presencia como un brillo y el tacto de su euforia, y empezó ese enorme océano a mostrarse más como en realidad es: Como un gigante inmisericorde con aguas de todos los matices del azul, gritando a todos los vientos el peso de sus entrañas: gritos pidiendo auxilio en coordenadas desconocidas del Adriático, lágrimas que corrían a borbotones desde Haití hasta Marsella, ingratos encuentros y ausencias en Barcelona, nostalgias enormes y pesadas que contenían hasta lo que no se alcanzó a vivir en Cartagena y finos tragos de malos amores en Génova... Y estaba yo entre ahogada y mordida por el granizo, con los labios rotos por la sal y la piel quemada por el inclemente sol. 

Y usted... usted seguía existiendo en todo, seguía conmigo sin siquiera ayudarme a despertar de mi ahogo en toda esa nada que nunca fuimos. 

A pesar de todo, despertar fue sutilmente trágico: al menos en la tormenta de aquella noche había sentido yo todo el tiempo su presencia.