13 de agosto de 2010

Fragmento 12

"[...]Las manos supieron recorrer el camino, una ruta que no estaba indicada en ninguna parte, pero que llevaba de cualquier forma al mismo destino: saisfacer el deseo previamente aplacado. Pasaron por debajo de la camisa, acariciaron las caderas y por encima del pantalón estrujaron las piernas y los muslos. Su cuerpo pasivo dejó de tener esa connotación y comenzó a moverse, a ayudar a las manos a llegar a otros destinos, a guiar los abrazos mientras que los labios se esmeraban en romper las fronteras de la boca ajena, hasta que como señal de triunfo empezaron a pasearse una y otra vez por la nuca y las orejas, por el cuello, por el pecho, hasta recorrer el recorrido iluminado que habían seguido las yemas de los dedos, las uñas y las manos completas.

La única comunicación que existía entre los dos cuerpos era la tela que los unía y los separaba, y cuando dejó de existir ese puente, las palabras sobraban: todo lo que había que decirse se trazaba con la lengua, con las uñas, con los abrazos en la piel del receptor de la señal, y era esta comunicación más elocuente que los más exquisitos discursos.

Afortunadamente no fue la única vez, y las palabras así empezaron a sobrar durante algunas semanas. Siempre se empezaba con una energía digna de cambiar el rumbo de todas las olas del océano, pero terminaba con un satisfactorio cansancio, aderezado con abrazos, con caricias, con besos en la frente y algunas siestas, para luego beber algo y empezar a cocinar.

No sólo disfrutaba este tipo de menesteres con ella. No. Es cierto, la necesitaba como al pecado, pero la necesitaba tanto para pecar, como para comer, para dormir, para vivir. Comencé a entender sus ojos, sus manos entrelazadas, cruzadas, cerradas en un puño o en sus bolsillos. Comencé a vivir un poco su vida, estar pendiente de sus horarios, y sí, comencé una lista inerminable de cosas, pero la consecuencia era la misma: la había empezado a necesitar, ella se acomodó en los ventrículos de mi corazón para habitarlos, al principio, y se hizo indispensable con el tiempo para que él funcionara de la manera correcta.

Ya no lo podía evitar. Le había entregado mi alma a sus pestañas, a sus ojos marrones y a sus dulces palabras, expresas o tácitas, y no estaba en capacidad de pedirla de vuelta, pues aunque me encontraba en un estado peligrosamente alto de vulnerabilidad, me sentía cómodo con mi existencia en sus manos, como si ya no fuera mi problema. [...]"