15 de junio de 2013

Cuento 18 - El asistente de Tritón


- No, mentiras - le decía el mesero - Usted no es tan mal mago. Pero no se ponga bravo conmigo, porque el que casi mata a esa vieja con la espada de plástico fue usted, no yo. 

El mago lo miraba de reojo, desde el butaco, callado, mientras tamborileaba los dedos sobre el sombrero de copa. Se levantó como arrastrando la pereza con los pies cubiertos de brillante charol, vació los bolsillos en el morral de cuero, dobló la capa y la guardó también. Suspiró con tal ímpetu que se vio al borde del atoro, pero retomó fuerzas y empujó lentamente la mesa contra la pared, le dejó comida al conejo en la jaula y puso el sombrero y el morral al lado del baño, apenas cubiertos por la sombra de un telón desteñido y remendado. Al final, levantó el butaco con una mano y lo dejó al lado de la jaula del conejo. 

- Si soy malo, me da igual hermano - le respondió desamarrándose el corbatín. - Y si casi la mato... pues de alguna manera habrá de ser, pero tendrá que ser más simbólica porque necesito a mi asistente para los actos con los que me pago las borracheras de los sábados y los purgatorios de guayabos de los domingos. 

El mesero barría la tarima, a veces asustando al conejo con las cerdas de la escoba que se entraban a la jaula, mientras que el mago colgaba el smoking y quedaba en camiseta y boxers, apresurándose a ponerse el jean porque soplaba una brisa helada en la soledad del pequeño bar. Los zapatos de charol quedaron debajo del butaco, para que los tenis de detrás de la barra del bar tomaran su lugar. 

-Dígale que la quiere, ¿para qué le pierde más tiempo a eso? Ya todos sabemos que se pone como una fiera cuando alguna vieja de las mesas le manda borracha algún papelito conmigo y que ya no le da esa pena de ponerse el vestidito rojo ceñido... 

El mago se ponía el abrigo de paño y la bufanda con parsimonia, rumiando pensamientos, procesando con dificultad lo que le decía su amigo. Sí, era cierto, pero no era suficiente. El mesero se quitó el delantal y guardó la escoba, se puso la chaqueta, cerró con llave la caja y salieron juntos del área de licores, fumando de los cigarrillos sin filtro que dejaban a veces los clientes en las mesas y restregándose la manos, como queriendo sacudirles el frío. 

- No le ha vuelto a hacer berrinches con los papelitos de las clientas, ¿o si? Igual se fue con ese tipo... No se por qué insiste en que le diga que la quiero, César... 

- Porque usted la quiere y me va a terminar pegando esa depresión tan mamona, que además la tiene por su pereza de decir las cosas. Dígale, dígale un día... Las viejas se cansan también, ¿qué quiere? ¿que ella lo reciba con flores después de lo que le dijo?

El mago escuchaba callado, sin devolver siquiera la mirada. Recordaba a retazos el día de la pelea. Rellenaba con ficción lo que su memoria se negaba a aportarle, lo que su entendimiento se negaba a explicarle. Pero por más vueltas que le daba, llegaba siempre a la misma conclusión.

- ¿Y qué esperaba? - le dijo deteniéndose para apagar el cigarrillo en el andén con la suela del zapato izquierdo - ¿No ve que se fue con ese tipo cuando yo estaba que me la llevaba de vacaciones al lado del mar? Me faltó fue endeudarme para comprarle anillo de compromiso a ver si hacía la payasada completa... "Moni, pero me habías dicho que no fue por otra persona"... "Moni, ¿Cómo así que te dejaste llevar?"... "Moni, pero la semana pasada me decías que me querías y me cuidaste la gripa"... Le valió huevo. Y sí, la quiero, pero ¿y qué con eso?

Ambos acabaron de montar las sillas en las mesas, apagar las luces y sacar la basura, y salieron a la lúgubre calle. Comenzaron el camino en un silencio sepulcral, que rompio César con su tardía respuesta.

- Cuando eso pasó ustedes ya no eran nada, ella era libre de irse y hacer lo que quisiera… Usted parecía una cacatúa regañándola, menos mal este bar era pésimo y no había casi clientes. 

- El ridículo de quererla sólo se acerca al marica conejo mordiéndome cuando lo sacaba del sombrero al principio, y ahora me toca sacarlo como a él le gusta, sin jalarle las orejas –  repuso, cerrándose los últimos botones del abrigo –, pero ¿qué puedo hacer? Se fue definitivamente con ese tipo, no me habla, ¿o es que usted no ve? ¿usted es sapo selectivo? ¿Ve lo que quiere para venir a sermonearme, pero no se acuerda del por qué ella ya no está aquí con nosotros camino a la misma cuadra?

César sonreía, como burlándose del pobre mago. Sí, el conejo hasta le había alcanzado a roer las mangas de la camisa, era cierto. Pero seguían haciendo bonita pareja, peleando, además, cada uno por su lado. "César, pero no se qué le pasa a Raúl conmigo, si cuando todo eso ya habíamos terminado y me dijo que quedáramos de amigos, y no me da ni las gracias cuando le cambio el agua o le dejo comida al pobre Tritón cada vez que a él se le olvida… ¿Qué te ha dicho?... ¿Está saliendo con la vieja esa o qué es la vaina?". El mesero se encojía de hombros y se echaba a reír ante la mirada furiosa de Mónica. "Yo qué voy a saber, pregúntale tú. Mándale una notica como la mona recursiva ésta, la de la mesa 7...".

- Raúl, hable con ella, no está con ningún tipo o no andaría pendiente de las borrachas que le saltan encima a usted, no me ponga en la mitad, que aparte de que la pelea no es mía, puedo salir perdiendo de todas formas. Es lo único que le puedo decir.

- Ah, entonces ella sí estaba saliendo con ese tipo pero no me lo quiso reconocer. Yo sabía, me da igual, que haga lo que quiera – siguió caminando encogido de hombros – ni que fuera la única vieja en el mundo.

- No, no es la única vieja en el mundo, pero es la única que le amarga la vida – Alegó César, cubierto por la mirada envenenada de Raúl – Hermano, eso fue en enero y estamos a julio. Ustedes no eran nada cuando el tipo la vino a recoger, y sí la vino a recoger en carro, pero eso no dice nada, ¿No que habían terminado por las buenas? Si me va a dejar botado en este enredo, al menos dígame por qué habían terminado.

Raúl caminó unos pasos sin musitar palabra, escoltado por el viento y por las luces mediocres que iluminaban esas calles, exhalando rabia sin responderle aún a César. En cuanto encendió otro cigarrillo, dio un largo suspiro, y luego de dos bocanadas de humo, habló.

- Porque nuestros horarios no coincidían, ¿se acuerda? No nos veíamos nunca, y siempre que nos veíamos era una pelea de los mil infiernos porque siempre estábamos cansados de la universidad, de las copias y de la tesis. Casi que el único contacto era el show de magia, pero yo odiaba que los viejos esos la miraran, y ella se enfurecía de que las cuarentonas esas se me insinuaran. 

- Sí me acuerdo - respondió César prendiendo el último cigarrillo de la cajetilla que cargaba en el jean-.  Pero ustedes se querían, y después de terminar parecían más novios, hasta que la vino a recoger ese man en carro y usted le hizo esa escena frente al barman, que quién es ese tipo, que no lo jodiera y que no le perdieran más tiempo a eso ¿se acuerda? El pobre Jorge casi se muere de un infarto de la risa y decía "¡¡ QUE PASE EL DESGRACIADO!!" mientras Mónica lo miraba como un zapato y se iba al carro ese que la estaba esperando afuera. Ay, hermano - se detuvo para aspirar de nuevo el cigarrillo - no me mire así. Si hizo semejante espectáculo por un sprint, quién sabe qué pase con todos nosotros si a su exnovia la recogen en un Audi. 

Raúl trató de ocultar, sin mucho éxito, la risa que tenía contenida detrás de los labios. Ambos siguieron caminando hacia el oriente, hasta que se terminaron riendo los dos. César la hizo una seña, y continuaron juntos hasta su casa. Sacó dos cervezas de la nevera y las llevó a la sala, donde lo esperaba Raúl. 

-¿No le pareció linda cuando llegó la primera vez?  -dijo Raúl, con la sonrisa de un niño en navidad - Con la camisa rosada esa y el moñito negro...

- Que parecía un regalo, sí, sí me acuerdo- lo  interrumpió César - Y recuerdo su cara de idiota con ella desde ese momento. Con Jorge hacíamos apuestas a ver cuándo se iba a aparecer usted con una chocolatina o una flor, y cuando nos cansamos de apostar sin que usted se diera cuenta de que ella le copiaba de manera más o menos igual de evidente a usted, con la risita nerviosa y lo que se bañaba en perfume, a usted le dio por invitarla a un tinto antes del ensayo del día siguiente... La vieja se dejó comprar con la chocolatina esa que usted le traía derretida en el bolsillo de la camisa.

Raúl destapó las dos cervezas, y luego de darle un sorbo a la suya hizo una mueca de aprobación. 

- Bueno, lo reconozco, yo estaba embobado con ella. Pero usted no diga nada, Paula le dio tres vueltas y si aparece quién sabe qué pase con el genio de esa mujer… Salimos los cuatro a pelear, ¿Qué le parece?

- Paula está embarazada del arquitecto ese y se van a casar, - le respondió con una sonrisa de sorna- si quiere salimos los cinco, ¿le parece mejor eso?

- No sabía, lo noto aporreado. Yo sólo lo quería invitar al plan. 

- Gracias – le dijo César quitándose los zapatos y dejándolos en la cocina-  Ya me entretienen suficiente ustedes dos.

Raúl también se quitó los zapatos, pero los dejó debajo del sofá, y luego de la última bocanada de humo, apagó el cigarrillo en el cenicero de coca- cola que había en la mesita de la sala.

- Mire, - continuó-  la diferencia es que usted quiere a Mónica, y ella lo quiere a usted. Al final, cuando yo estaba con Paula, el punto no era querer estar con ella por quererla, sino por no dejarme ganar en eso que me metí a jugar solo y terminó jugando conmigo. Y perdí, ¿no vio?

Ambos se terminaron la cerveza en silencio, sin mirarse un rato. Raúl tamborileaba los dedos en la lata vacía y César reposaba sentado en el sillón con las manos en los bolsillos. Al fondo sonaba la música de una discoteca pequeña de barrio y los borrachos vociferando en los andenes. 

- Llámela - le dijo César luego de levantar las latas- Y si quiere quédese a dormir ahí hoy, ya sabe dónde están las cobijas. 

Raúl se trataba de amoldar en el sofá una y otra vez. Se sentaba con la pierna cruzada, con las piernas estiradas en el piso, con los dos pies sobre el sofá, sin sentirse del todo cómodo. Al final se recostó de lado en el espaldar, y tomó un largo respiro.

- ¿Y qué le digo? ¿No será que me manda al carajo? Hoy me miró muy mal…

- Pues sí, es que hoy usted casi la mata con la espada de plástico. Y no venga ahora a decirme que se movió del lugar en la caja, a usted lo traiciona el subconsciente – le dijo dándole un golpecito en la cabeza, que el mago quiso evadir, pero al correrse estuvo a punto de caerse del lado del sofá con la pata rota. Ambos se rieron.

Raúl se quedó ahí sentado, desmenuzando pensamientos, gesticulando a veces con las manos, pero, en medio de cada monólogo mudo, siempre volvía a la mueca de desesperanza, de cansancio, de rendición. César lo miraba con lástima desde la cocina, y en cuanto terminó de lavar los trastes, se sentó a su lado.

- Dígale que usted ha sido un idiota y que al fin me hizo caso de decirle que la quiere, porque además ya ninguno de los dos está haciendo tesis, así  las cosas podrían  funcionar sin que ella me regañe por llevarle las razones de estas zungas busconas, y sin que usted me pregunte todos los días si ella está saliendo con el tipo del sprint destartalado. Duérmase, ¿sí? 

César se fue a su habitación, y aunque Raúl se quedó pasmado un rato en la sala, terminó levantándose por las cobijas y garabateando una libreta que se encontró en la cocina. Escribía, tachaba, arrancaba las hojas. Encendía otro cigarrillo, volvía a comenzar. A veces se detenía a mirar por la ventana, pero regresaba mecánicamente a la tarea de escribir, de tachar, subrayar y dibujar flechas. Al final, y sin saber si estaba satisfecho con el resultado del ejercicio, se dejó vencer por el sueño encima del sofá de cuero a pesar de las cortinas abiertas y el ruido de la calle. 

A la mañana siguiente, César se despertó con la voz de Raúl en el teléfono del corredor, con los dedos untados de tinta y con los papeles arrugados en la mano izquierda, con un poco de sudor. 

- Moni... Mónica, soy Raúl, (…) no, no vayas a colgar, llamo en son de paz. – le dijo descartando los papeles, arrugándolos y tirándolos al piso – (...)Ya se qué he sido un idiota, César me dijo, pero está bien reconocer que todo esto es porque todavía te quiero, y… y me acuerdo mucho de cuando llegaste la primera vez a trabajar en el bar con nosotros, que estabas toda linda con tu moño negro y la camisita esa rosada (...) Moni, las circunstancias han cambiado, ¿No crees? (…) sí, ya no estamos haciendo tesis (...) ¿si? ¿Esta tarde entonces?