3 de octubre de 2011

Fragmento 16


[...]Todo esto era un delirio, todo, absolutamente todo era un delirio, pero no había encontrado ninguna otra manera para no extrañarla tan desesperadamente.

Yo la miraba, escondido, desde la mesa diagonal a la de ella más lejana posible en todo el café. Temía que ella descubriera mi disfraz, que descubriera que la estaba siguiendo, que la estaba observando. Los meseros tenían las órdenes clarísimas: llevar a mi mesa exactamente lo que ella pidiera, en la misma cantidad, cocción y temperatura. No lo notó jamás, no la sentí incómoda con mi presencia en los cafés, restaurantes, cines o parques. Ella seguía su vida, garabateando más en sus pensamientos que en el cuaderno que cargaba siempre para poder dibujar, hechizada entre los libros y su costumbre de andar de afán a ninguna parte. Nada más le importaba a ella que antes de volver al trabajo tomar algún tipo de café, mientras yo me deleitaba, la envolvía con mi mirada con la esperanza a lo mejor de volver a sentirla entera -y mía- o al menos de darle algo de calor cuando estaba tan abrigada que daba la sensacción de que ni el más pesado abrigo con el más fuerta café podrían quitarle el frío que hacía temblar un poco sus manos.
Con el paso del tiempo y la práctica alcancé a tener perfectamente clara su rutina, sus pasos milimetrados, sus gestos en los malos días de trabajo y la sonrisa detrás de su rostro de porcelana cuando no podía dejar ver cualquier otra.

Pasaron dos ó tres años, los contaba por las navidades, cuando la vi salir con un hombre de la oficina a tomar café. Monté en cólera. Quise abortar mi misión, no estaba dispuesto a ver eso... hasta que recordé el valor de la paciencia y una a una las veces en las cuales, por obedecer las órdenes de mi ira, perdí objetos, amigos y hasta rumbos enteros. A ella la tenía perdida, era más que evidente, en especial en ese momento cuando a unos metros la observaba mordiéndome los labios mientras ella le regalaba su sonrisa y los destellos verdes de sus ojos cafés al aparecido de aquella tarde, pero era la única esperanza para mí de dar algo realmente valioso y esmerado a cambio de un todo, que era ella misma, la que aunque le daba ese beneficio a todas las cremas que se ponía encima y a sus mascarillas extrañas, no canaba ni envejecía, no parecía cansarse jamás y su preciosa -aunque impaciente- alma permanecía plasmada en sus gestos y en lo que hacía con sus manos.
Duró saliendo con ese personaje unos cuatro meses. Él, como era apenas natural s se dio cuenta de la clase de mujer con la que se había tropezado, le llevaba flores y regalos, le prestaba el abrigo, y o perdía oportunidad de abrazarla y besarla.

No parecía difícil, no lo era, y cada vez que pude ver el espectáculo me tronaba entre el cráneo el eco de que era un ejercicio bastante sencilo que no fui capaz de realizar porque mi orgullo era más grande que la capacidad de ver lo que había tenido entre mis manos. Ella sonreía agradecida, le correspondía los abrazos y aceptaba los besos, de una manera más cordial que apasionada y se despedía con una sonrisa. Ella no se arreglaba para él como lo hacía para mí, ni se decoraba los ojos más hermosos de la tierra como lo hacía para mí. Ella no lo miraba como a mí, ni hacía artimañas para soltarle la mano, lo cual me tranquilizaba sólo un poco, pues este hombre parecía un persona paciente y persistente.

Y a mí, que siempre se me ocurrían grandes ideas para hacer desastres o maravillas gigantescas no me quedaba más que observar pacientemente entre la rabia de mi alma y la resignación de mi razón. [...]