16 de julio de 2011

Fragmento 14


[...] Mi casa me recibió con las ventanas cerradas, tal como las había dejado, pero una horrible brisa gélida había inundado todos sus rincones. Me recosté en el sofá de la sala, y miraba en la penumbra las palmas de mis manos, pues me llenaba de curiosidad esa idea según la cual aunque siempre habían estado llenas de aire la mayoría del tiempo, aquella noche las sentía tan vacías.

No era mi costumbre escoger, y sabía desde el principio que cualquier decisión que tomara me iba a dejar las manos y el alma ahogados y ausentes, pensando que el amor debería ser felicidad, y no era lógicamente correcto que pudiera la felicidad ser inoportuna, o tener que escoger entre dos felicidades. Aquello siempre me traía amarguras inmensas, todas las consecuencias eran impredecibles y nefastas.

¿Qué me estaba cobrando la suerte? ¿Qué le divertía al azar de todo esto? Resolví todo por tomar el camino conocido, total, en los desconocidos tenía temores tan profundos que podían opacar el sol de mediodía en el desierto. El problema de los temores era y es su habilidad para regarse por todas partes. Se metieron como el agua desde la puerta de mi casa hasta la piel de mis manos. Me recordaron que nunca había garantías de haber tomado la decisión correcta. Al menos esta vez hice un esfuerzo consciente para no permitir que la angustia decidiera por mí, aunque eso me implicara un adiós inconcluso, una duda por cada hebra de cabello en mi cabeza y la zozobra eterna de haberlo perdido todo, de -una vez más, a modo de castigo divino- haber escogido mal.

No pude conciliar el sueño aquella noche, y la congoja, una vez le venció el cansancio y me dejó en paz, me permitió ver que no había en realidad respuestas correctas o incorrectas, sino más arriesgadas y menos arriesgadas, más satisfactorias y menos satisfactorias, más vacías o menos vacías... Ambos podían ver el amor en mí hacia ellos, no lo podía ocultar, no lo podía fingir, no le podía explicar que era incorrecta su existencia. Y yo los sentía a los dos, en cada gota de mi sangre y en cada duda que no hacía más que fatigarme, y entumecerme los dedos del frío de la ausencia que iban a dejar ciertos abrazos abandonados. [...]"