10 de diciembre de 2014

Reflexión 34 - La pescadora


Es difícil descifrar las intenciones del destino. De todas las posibilidades que ofrece el censo local, apareciste como si hubiera pedido tu llegada en miles de oraciones, rosarios y misas que no he rezado, pero que de cualquier manera hicieron efecto y al final de ese día el milagro ya estaba hecho, aunque no lo entendí así en ese momento. 

Comenzamos a hablar de todo y de nada como es costumbre en los humanos, a veces respondiendo sólo lo que nos preguntábamos y a veces dando información de más, pero con el paso del tiempo y con la ayuda de una paciencia no deliberada, la confianza y la cercanía se hicieron más fuertes. Al principio se sentía bien. En los días normales, tus llamadas y tener noticias de ti por algún medio se volvían mariposas en el estómago. Me gustaba pensar que no te era totalmente indiferente, porque a lo mejor no lo era -a lo mejor no lo soy-, a lo mejor era cierto que me mirabas diferente, que sonreías bonito, que me hablabas distinto. En los días malos, tus palabras se me volvían luciérnagas que revoloteaban en mis entrañas y se abrían paso en la oscuridad y la tristeza, luciérnagas preciosas que me trastornaban los sentidos y el entorno, todo para bien. 

Cupido, para variar, me hizo el favor a medias, yo muy feliz y todo pero ahí se quedaron las cosas. Curiosamente con el paso del tiempo la dulce plaga que me invadía no se convirtió en un nido de tarántulas o alacranes. No, nada de eso. Aquí sigo pensándote, latiéndote recostada sobre un lecho tibio y opaco de dudas. 

A veces busco cualquier pretexto para saludarte, otras veces te saludo sin motivo alguno, y entonces me saco una luciérnaga o una mariposa por la boca, la enredo en el anzuelo y te lo lanzo cerca. Yo se que lo ves, porque además a veces lo halas y juegas con él (tal vez sin saber que juegas conmigo), pero al final me lo devuelves, de tal forma que debo sacar el bichito del anzuelo para tragármelo otra vez junto con las letras sueltas de las frases con las que se supone que te voy a confesar lo mucho que te extraño. 

La historia no tiene final, al menos en apariencia los bichos siguen teniendo un sabor dulce, aunque a veces se siente un poco seco. Te sigo tirando el anzuelo, te sigue gustando y sigues jugando con él sin morderlo, tan sólo enredándote un poco los dedos con el hilo y haciéndome escenitas de celos sutiles y más bien esporádicas. Te sigo tirando el anzuelo de vez en cuando sin saber todavía qué hacer contigo o conmigo si alguna vez lo muerdes.