27 de noviembre de 2013

Reflexión 32 - 11:11


Ahora me sobran de a diez minutos por las mañanas y otros tantos por las noches, veinte minutos que estaban antes regados durante el día en los que te preguntaba cómo estabas, te mandaba besos y te recordaba abrigarte. Veinte minutos que no cansan ni lastiman, pero a fin de cuentas veinte minutos que le sobran tanto a mi terca impuntualidad por las mañanas como a mi solitario ocio por las noches. 

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No se qué hacer con ellos, te siguen perteneciendo a pesar de todas nuestras barreras y de los silencios mutuos. No te puedo odiar porque objetivamente no hiciste nada mal, y tampoco me puedo culpar por haber tenido algo contigo a pesar de tus advertencias, porque finalmente si no lo hubiera hecho así hoy no tendría tantas fotos, sabores y suspiros en los que me quedaría a vivir; escenas que no se marchitan en mis sueños ni en mi memoria, todo está ahí para cuando te vuelva a ver este año o el próximo, esta vida o en la otra. 

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No se trata de vestidos blancos o diamantes. Se trata de hablarnos, de suspirarnos, de ir a cine y a museos, de comer platos nuevos y de despertarnos juntos. Tampoco se trata de (más) despedidas trágicas y sollozadas. Es más que suficiente hacernos sufrir sólo un poco en lugar de que las palabras y los abrazos se nos queden adentro haciendo inflamaciones de azúcar con sabor a deuda, a nostalgia y a frustración. 

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Después de ti le tengo más cariño a los engranes del destino y del azar. Los bendigo porque me hicieron descubrir una felicidad, aunque más pasajera, menos mediocre; felicidad que después de descubierta  sabré buscar e identificar en su luz y en la fatiga de escalar a toda velocidad a sabiendas de que al final del trayecto hay un abismo valedero de todos los riesgos. Ya no podré conformarme con menos. Ahora confío, con todos mis sentidos, en la coincidencia de haberte conocido, en el presagio precioso de volverte a ver, en la fe de que, sea para siempre o no, te volverás a enredar en mi pelo.