4 de octubre de 2015

Reflexión 35 - Prueba no superada para Canon, Nikkon y Olivetti, o de las incompletitudes de las cámaras.


Siempre que miro las fotos, en especial las que fueron tomadas cuando yo ya era grandecita, me acuerdo de los eslabones importantes del evento, o eso me gusta pensar porque no tengo alternativa: de los helados y las obleas con mis abuelos cerca a Galerías, del uniforme de primaria, de las navidades donde las tías abuelas. Y muchas veces me gustaría recordar más… ¿Quién tomó la foto? ¿Ese sol duró toda la tarde? ¿De qué sabor era el helado? ¿A qué olía el pasto de allá? ¿Qué perfume tenía mi mamá? No hay lente de última tecnología -aún hoy- que pueda capturar todo lo que es un momento que a lo mejor, con el paso de los años, se vuelva acontecimiento, a pesar de que tal vez al ocurrir no revestía mayor importancia.

No es ingratitud con las fotos, de ninguna manera. Ellas me permiten viajar un poco en el tiempo, sonreír, anhelar, aunque me tenga que devolver de inmediato cuando otra foto me llame la atención, o cuando la realidad me aterrice. No. Simplemente creo que están limitadas a un solo sentido, al de la vista, y por eso el recuerdo que contienen queda de cierta forma amputado, sin ser por eso menos hermoso.

Algunas veces con un sentido del humor un poco cruel, el destino tiene su forma de hacerse entender. En una de esas, cuando yo ya estaba resignada a no encontrar nada que valiera la pena después de unos meses en los que tampoco busqué con mucho juicio, a nosotros nos juntó un mes antes de que yo me fuera a vivir a otro país por un año, con tiquete de regreso, pero un año al fin y al cabo. Y, dos semanas antes de que yo me vaya, irresponsable y todo, ahí seguimos.
Anoche te tomaste dos cervezas y yo un coctel de tequila, y no era por el trago, de verdad me sentía feliz de estar contigo, de contarte historias y de escuchar las tuyas, de verte sonreír desde el ángulo que me diera la gana. De sentir tus abrazos. De olerte. De besarte. Luego fuimos a tu casa, y, recostados en tu cama, hubiera querido tomar una foto de ese momento, de tu abrazo, de tus ojos, del olor de tu perfume en tu camiseta azul clara. A lo mejor por eso no me quise dormir del todo, porque quería empaparme los sentidos hasta los huesos de lo que estaba pasando, con la esperanza de no tener que hacer grandes esfuerzos después para volver a ese momento, para no encontrarme con el desespero de quien quiere regresar a un sueño feliz que no recuerda y tiene que llenar los vacíos de la memoria con retazos de imaginación.

Las cosas no están para prometer amor eterno o algo así, sino para (al menos en principio) sonreír al recordar, y quisiera tener memoria exacta de todos los detalles. Sin embargo, y basada en la experiencia, creo que estaré en las mismas el día que quiera estar ahí de nuevo, a lo mejor por eso me aferro tanto al presente, pues no se en qué momento se va a convertir en otro en el que haya muy poco del actual, al menos de forma claramente perceptible. Esa es la fortuna y la trampa de crecer.

Dicen que lo feliz que se ha sido, no se lo quita nadie, y yo a veces no estoy completamente de acuerdo. Creo que esos pedacitos de felicidad se los roba un poco el paso del tiempo, se los lleva a algún lado y nosotros nos quedamos con una foto incompleta, a veces mal tomada, que sólo nosotros la podemos ver así, a menos que se siga tomando y al final tengamos suficientes versiones del mismo paisaje. Cómo sería eso de útil.


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